Si hubiéramos pensado en la conexión entre los puntos principales de una ciudad y no en su habitabilidad, o en un trazado fruto de la ley de indias poco riguroso con las jerarquías como los actualmente conocidos, las manzanas de 100 por 100 en las que vivimos serían trozos partidos de espacio sobrante, como un gran rompecabezas compuesto por múltiples sectores puntiagudos ya que el territorio se vería fragmentado por infinitas trazas rectilíneas en busca de la menor cantidad de tiempo perdido. Sin embargo, pasados dos centenarios nuestras ciudades continúan creciendo del mismo modo. Y se plantea una encrucijada, qué hacer con las áreas obsoletas que hasta el momento eran meros vacíos en los suburbios de las grandes ciudades, espacio en que vivían sólo aquellos que estaban dispuestos a ceder por el bajo costo de las tierras a su alrededor. Cuando este vacío se transforma tras el pasar de los años en la oportunidad de un nuevo corazón para la ciudad latente que crece y crece y parece querer devorarlo: ¿qué es más importante? Unir esos puntos que quedaron desvinculados por las calles de un trazado absurdo, sin sentido; ¿o pretender un oasis estático entre el permanente movimiento?
