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Un lugar real

Existe un lugar donde las calles dan vueltas como laberintos, siempre se encuentra algo nuevo al llegar a la esquina. Imposible reconocerlas, imposible pensar en hacerlo. La perspectiva cambia dependiendo del punto de partida, y la misma esquina se transforma día a día, viento a viento, sol a sol. Cambia el color. Cambia la gente. Cambia la tranquilidad, el bullicio. Cambia la altura, el espacio contenido por la sombra y el aroma de los Tilos. Cambian las veredas, elevándose sobre las potentes raíces hasta abrirse en dos. Cambian los niveles, a veces en bajada, a veces llanos, abruptamente curvos, dejando escondido el mundo detrás de un edificio.

Curioso.

Porque allí todos los edificios son iguales. Todos los balcones, todas las entradas, todos los porteros y portones. Son iguales las alturas, las escaleras, las barandas. Son iguales los tríos de colores, salteándose en patrones irreconocibles. Son anónimas las miradas. Despojadas. Se saben privilegiados y pasan inadvertidos. Son simples. Guardan para sí el tesoro de caminar esas calles y perderse cada mañana volviendo a una casa distinta al atardecer.

Las calles verdes y naranjas ocultan cientos de personas correteando por debajo a la sombra de enormes acacias, a la sombra de galerías infinitas. El piso se transforma, pasa de marrón a jacarandá, con las flores formando manchas irregulares. Pasa de la sombra densa de un semicubierto cementicio a la sombra discontinua y la luz que se filtra entre las diminutas hojillas en forma de óvalo que dejan entrever el cielo a tantos metros de altura.

Amo mirar hacia arriba con los ojos entrecerrados, ver un mar celeste entre verdes iluminados por el sol. Te da mareo.

Te da mareo caminarla y conducirla. Te da mareo bailarla y tomar un mate en su plaza.

Aparecen puentes formando arcos peraltados por debajo, no sabes qué habrá del otro lado. Miras con desconfianza, parece que todo muta una vez que lo atravesás. El puente encuadra la perspectiva de la calle que transforma su escala del otro lado. Nunca logás miradas lejanas, las curvas acortan la distancia, absurdo saber dónde terminan.

¿Dónde terminan? ¿Hasta dónde llegan los caminos serpenteantes? ¿Son capaces de contagiar nuevos caminos?

Las calles culminan tajantes, chocándose con la entrada de un edificio. Deja ver por detrás de su puerta de vidrio un jardín abandonado medio nivel hacia abajo, lo suficientemente alto para ver el verde comiéndose los cerámicos, las hojas del otoño amontonadas en una esquina. Una parilla en desuso, el tiempo en forma de óxido.

Las esquinas no encajan, como si hubieran desordenado un rompecabezas, y así las calles no las numerás, ¿cómo hacerlo? Las cuadras no coinciden. Caminos de árboles terminan en tu ventana, como invitándote a mirar, invitándote a salir. Desde lo alto de un tercer piso podés ver la fuga de multiples copas multicolor a tus pies.

El mundo está en tus pies o sobre tu cabeza. El mundo ahí da vueltas. Jugás a encontrarlo, sabiendo que no lo harás. Y disfrutás de eso.




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